Esta historia es un pequeño entretenimiento que pretende rendir un modesto homenaje a lo que significan las aventuras gráficas. Todos los que amamos este género intentamos aportar nuestro pequeñito granito de arena para mantener en activo el género. Desde ADAN, damos cabida y fomentamos el desarrollo de aventuras gráficas amateurs e independientes, pero queremos también reconocer a todos aquellos que, desde cualquier punto de vista, dedican su tiempo y esfuerzo a este maravilloso e imaginativo mundo que son las aventuras gráficas. Sin esas historias, sin esos mundos, NADA DE ESTO HABRÍA EXISTIDO. Y no me digáis que no sería una pena.
Blokestroke se quedó parado justo delante de aquel aparato extraño. Nunca creyó que aquello pudiera llegar a funcionar de verdad pero aquellas chispas tintineantes dejaban bien claro que la máquina estaba cobrando vida. Gastarse todos sus ahorros en un insignificante diamante que no era mucho más grande que una pepita de uva parecía haber valido la pena, después de todo. Con paso firme abrió la puerta de la vieja letrina. Miró a un lado y a otro, con mirada inquisitiva, como si alguien pudiera estar observándolo en aquella noche oscura de invierno. Una vez estuvo dentro, respiró hondo y accionó la cisterna del retrete. Lo que Blokestroke vivió aquella noche es algo que nadie creería.
Sólo transcurrieron cinco minutos en los que Blokestroke vio pasar números, bolas de billar y un carrusel de objetos y elementos a cada cual más disparatados. Cuando aquella paranoia confusa cesó y la letrina dejó de moverse, Blokestroke abrió la puerta de madera, muy lentamente, y salió con tiento temeroso. Un pequeño arco de piedra se abría sobre su cabeza. Apenas dio unos pasos a través de la espesura de la noche, pudo ver a un pequeño hombrecillo que parecía estar oteando un horizonte bastante incierto para sus ojos, a tenor de las enormes lentes que cubrían sus ojos. Aquel hombre quizás no tenía buena vista, pero sí parecía tener buen oído pues, sin mediar palabra, se dio la vuelta y le dijo a Blokestroke:
Vamos, dime que no tú no quieres ser un pirata. Estoy harto de estos jovenzuelos con nombres extraños que sólo piensan en vivir aventuras y se creen los reyes de los mares cuando ni siquiera saben nadar.
Yo, no... yo me llamo Blokestroke y...
¿Blokestroke? ¿Es que acaso los jóvenes de Moleé Island competís por tener el nombre más extraño posible?
Yo...
Con ese nombre seguro que querrás ser un pirata. Acabo de venir por aquí otro joven con un nombre quizás más horrible que el tuyo que quería convertirse en un lobo de mar. ¡Pobre! ¡Estoy seguro de que no aprendería a manejar una espada! ¡Seguro que ni siquiera sabría qué hacer con un pollo de goma!
Eh... yo...
Venga, no te quedes ahí parado. Vete a dar una vuelta por la isla..
Dicho y hecho, Blokestroke pasó un par de horas por la isla, conoció a viejos y arrogantes piratas, alquiló un barco por el doble de su precio real, robó una pala a un tendero, liberó a un presidiario maloliente y lo mejor: bebió grog, una bebida terriblemente tóxica prohibida y perseguida por los gobiernos del mundo actual.
Cuando Blokestroke se cansó de la isla decidió regresar a su improvisada máquina del tiempo. Sin saber qué le depararía el destino, volvió a tirar de la cadena. Una sinfonía de colores, espirales y círculos le acompañó hasta que la letrina se detuvo en su nuevo destino. Blokestroke salió, esta vez, algo más confiado. Estaba en mitad de un prado, circundado por un buen número de ovejas. El cielo estaba despejado y el sol refulgía en lo alto. A lo lejos pudo ver una figura encapuchada que se acercaba a él, portando un bastón. Cuando aquel hombrecillo, del que sólo pudo ver los ojos, se detuvo frente a él, Blokestroke quiso hablar pero algo le detuvo. El encapuchado levantó su bastón y de él surgió una bella melodía que le dejó paralizado y no metafóricamente hablando. Blokestroke no podía moverse. El encapuchado lo observó curioso y levantó, de nuevo, el bastón. Otra melodía, esta con un aire juguetón y meloso, emergió de él. Blokestroke sintió que sus piernas se movían sin control. Estaba bailando. Sí, lo que no había conseguido ni una sóla mujer en toda su vida, lo estaba haciendo un encapuchado con un bastón, lo cual le llenaba de terror y admiración a partes iguales. Cuando aquel hombrecillo se cansó de jugar con él, tejió otro hechizo con su bastón que lo lanzó directo hacia dentro de la letrina que comenzó a funcionar sin más.
Blokestroke abrió de nuevo la puerta. Estaba en el retrete de un bar, pero no un bar cualquiera. Aquel bar olía como ningún otro bar en el que hubiera estado y, desde luego, Blokestroke no podía considerarse ningún sibarita. Había estado en bares en los que la taza del WC estaba más limpia que cualquier vaso. Decidió acercarse a la barra. Un tipo cabezón y con traje blanco se le acercó y comenzó a hablarle:
-Espero que no pienses ligar aquí, porque aquí yo soy el rey.
Una sonrisa enorme pobló la cara de aquel hombre, cuyo aliento habría sido capaz de tumbar al más fuerte de los hombres.
No, sólo estoy de paso – dijo Blokestroke.
Ya, yo también suelo decir eso. Ya sabes, de paso en las camas de las tías que me ligo. Me llamo Barry.
Encantado, Barry.
Igualmente. Ahora tengo que marcharme. Ya sabes, al Casino.
Barry le guiñó un ojo a Blokestroke. Lo que menos imaginaba Blokestroke era que aquella vez era la última que iba a ver a Barry con vida. Desgraciadamente, nada más salir del bar, un coche se lo llevó por delante cruzando la calle. Ni siquiera había guardado la part... eh, ni siquiera había hecho testamento. ¡Pobre Barry!
Tremendamente impactado por aquel acontecimiento, Blokestroke se introdujo de nuevo en su máquina del tiempo. En lo que quedaba de noche, Blokestroke visitó mil mundos, vio dragones, playas de arenas vírgenes, bosques poblados de hadas y magos, bares de carretera poblados de moteros, recogió gemas hasta el hastío, chasqueó látigos sin segundas intenciones, entabló amistad con extraños peces en lo más profundo del mar, viajó a lo largo y ancho del espacio conociendo planetas y misteriosas razas, se sintió policía por un rato, fue un universitario perdido en un laberinto escondido en una iglesia, visitó Paris en otoño, tuvo por compañero a un conejo esquizofrénico y esto en tan sólo unas pocas horas. Sin todos esos mundos y sin todas esas historias, aquella habría sido una noche más y su vida, una vida más.